Muy queridos hermanos y hermanas cofrades:
Centralidad de la cruz en el cristiano
1. El evangelista san Juan nos explica y enseña que los padecimientos y la crucifixión del Señor son el camino a la gloria. Jesucristo es el rey, victorioso, que vence al mundo y al príncipe de este mundo. Elevado sobre la cruz juzga al mundo y atrae a todos hacia Él.
La cruz es el lugar de la victoria de Cristo, no un lugar de suplicio o de dolor. Con la cruz, la Iglesia proclama la victoria del salvador sobre la muerte, el triunfo de su amor. Por eso es el signo de nuestra redención.
Junto a la cruz del Calvario está la Iglesia, congregada simbólicamente en la persona de “su Madre”, y de Juan, “el discípulo que tanto quería”.
Puede decirse que en la Cruz de Cristo están representados todos los que han sufrido antes y después de Él: los que son tratados injustamente, los enfermos y desvalidos, los que no han tenido suerte en la vida, los que sufren los horrores de la guerra, el hambre o la soledad, los crucificados de mil maneras. También en nosotros el dolor, unido a la Cruz de Cristo, tiene valor salvífico. Dios no está ajeno a nuestra historia.
Como lleva por título el Mensaje del Santo Padre Francisco para esta Cuaresma; Cristo “se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza” (cf. 2Cor 8, 9).
De la cruz brota la vida
2. Cristo muerto en la cruz, nos ha salvado desde dentro. Ha sufrido por nosotros, con nosotros y como nosotros, pero resucitará por el poder de Dios, y el destino de gloria que le espera es también el que nos espera a nosotros.
No se nos ha asegurado que los que creemos en Jesús no vayamos a tener dificultades, experimentar la enfermedad, la soledad, el fracaso o la muerte. Pero, aunque no entendamos del todo el misterio del mal y de la muerte, sabemos que no son en vano, sino que tienen una fuerza salvadora y pascual, hacia la nueva vida que Dios nos promete.
Cuando durante el tiempo de Cuaresma miremos y adoremos la cruz de Cristo, su pasión y muerte, pediremos también que nos enseñe a vivir y a llevar nuestra cruz personal, pequeña o grande, con la misma entereza con que Él la llevó sobre sus hombros.
Escribió san Agustín en un Sermón: “Por tanto, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte de nuestro Dios y Señor, sino que hemos de confiar en ella con todas nuestras fuerzas y gloriarnos en ella por encima de todo”.
Un nuevo futuro
3. Al regresar a Jerusalén los dos discípulos que caminaron a Emaús, escribe el evangelista san Lucas que “encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo: Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y como lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24, 33-35).
La fe es un don de lo alto y la conversión es obra de Dios. En aquellos primeros testigos, y discípulos comienza una transformación a raíz de la Resurrección de Jesús, que culminaría en Pentecostés. Sus dudas, al ver la piedra removida del sepulcro, las vendas en el suelo y el sudario, con que le habían cubierto la cabeza, enrollado en un sitio aparte y el sepulcro vacío, contribuían a aumentar la confusión, pero se transformaron en su modo de ser y actuar. Se produjo, en cada uno de ellos, el cambio profundo como creyentes.
Comenzaron a pensar en las cosas de arriba y no tanto en las de abajo. Dejaron de buscar entre los muertos al que había recobrado la vida. El sepulcro les condujo, desde la duda y confusión a la certeza de la fe sobre la nueva existencia de su Maestro plena y glorificada, como a su victoria sobre la muerte. No seguían a un muerto, sino a uno que está vivo.
Hombres nuevos
4. La vivencia de la Pascua, en el cristiano, significa abandonar el “hombre viejo” que está agazapado en nuestro interior para dejar crecer al “hombre nuevo”, reflejo de Cristo, que se inicia con el Bautismo. Por el agua y la acción del Espíritu Santo, se nos introduce en el misterio de Cristo que atravesó la muerte y pasó a la vida.
Procure el cofrade, por todo ello, acudir a la solemne Vigilia Pascual del sábado santo a renovar sus promesas bautismales, para avivar el inicio de su recorrido de creyente por gracia de Dios. Celebre con gozo también en aquella noche santa el sacramento de la Eucaristía. En él, celebramos que Jesús, el Señor resucitado, se nos entrega como el Pan que da la vida eterna, el alimento que repara nuestras fuerzas, levanta nuestro espíritu y renueva nuestro ser de creyentes.
Los dos discípulos de Emaús, que contemplaban la realidad con tintes negros y estaban tan desanimados, empezaron a cambiar su modo de ver las cosas y de actuar cuando acogieron a Jesús resucitado. Supieron reconocerlo en la Fracción del Pan, después de haber escuchado con atención su Palabra. Y dieron, luego, testimonio de su encuentro con el Resucitado volviendo al Cenáculo, a la Iglesia naciente, a la comunidad del los discípulos de Jesús, llenos de renovada esperanza.
Que este sea también vuestro recorrido en esta Pascua del 2014, al celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.
Con mi saludo en el Señor, os bendice.
Ramón del Hoyo López
Obispo de Jaén.
Texto y fotografía: gentileza Vicaría de Comunicación, Obispado de Jaén.
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